Época: Austrias Menores
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1700

Antecedente:
Política interior: crisis y reorganización de la monarquía

(C) Juan Antonio Sánchez Belén



Comentario

Obtenido el acatamiento institucional de Castilla, que en años venideros otorgará nuevos servicios de millones e incluso admitirá que la moneda de vellón triplique su valor nominal, Olivares buscará de nuevo un acercamiento a los catalanes convocando Cortes en Barcelona en el mes de mayo de 1632. El momento elegido no era el más propicio por las malas cosechas y la interrupción del comercio con Italia y Francia a causa de la peste que había asolado el Mediterráneo entre 1629 y 1631. Un conflicto de etiqueta, provocado por las autoridades de Barcelona al no querer descubrirse ante el cardenal-infante don Fernando, en quien había recaído la presidencia de las Cortes, empeoró la ya tensa situación, sin que pudiera alcanzarse un acuerdo favorable entre el Principado y la Corona, ni siquiera ante el rumor de una posible intervención militar. Lo peor, sin embargo, estaba por venir.
La ruptura de las hostilidades con Francia en 1635, la negativa de los catalanes en 1637 al reclutamiento de seis mil soldados amparándose en sus constituciones, el rechazo a participar en la defensa de Fuenterrabía, a la que habían acudido aragoneses, valencianos y castellanos, el comercio ilegal que mantenían con Francia a la sombra de la Diputación de la Generalitat y las acciones militares en la frontera catalana, con la pérdida de la fortaleza de Salses en julio de 1639, todo contribuía a que en Madrid se fuera creando un ambiente contrario a los catalanes. Pero los ánimos también estaban encrespados en el Principado por los desmanes de las tropas en los pueblos -así ocurrió en Vilafranca del Penedés a finales de 1637 y en Palafrugell en julio de 1638-, por la paralización del comercio y por la requisa de animales de tiro para el transporte de los bagajes del ejército.

La reconquista de Salses en enero de 1640 podía haber suavizado las diferencias entre el monarca y las autoridades de Cataluña, pero no ocurrió así. La victoria no suponía el fin de la contienda y la presencia de soldados en la frontera con Francia era imprescindible si se quería asegurar la tranquilidad en la región. Los alojamientos, no obstante, fueron rechazados por los campesinos, que se enfrentaron a los militares, produciéndose el saqueo de varios pueblos y la revuelta en los primeros días de mayo en Gerona y La Selva, aparte de que los diputados de la Generalitat, con Pau Clarís al frente, se opusieron a ellos por considerarlos anticonstitucionales, no aplacándoles la orden de detención dada por el Conde-Duque.

En este ambiente crispado acontece la entrada de los segadores en Barcelona el día del Corpus Christi, el asesinato del virrey Santa Coloma y el ataque a las oligarquías urbanas, adueñándose el caos de Cataluña sin que al nuevo virrey, el duque de Cardona, le dé tiempo -fallece en julio de 1640- para restaurar el orden, falto del auxilio de los ministros de la Real Audiencia, que habían huido. Este vacío político de las instituciones reales, junto con la amenaza del ejército del marqués de Los Vélez, es utilizado por Pau Claris para encauzar el descontento popular, para convertirlo en un movimiento de rebelión contra Madrid, a cuyo efecto convoca en septiembre de 1640 una Junta de Brazos que sustituye a las Cortes, sin representación del rey.

En Portugal la situación también se ha ido deteriorando poco a poco y la proclamación de Joao IV como rey el 15 de diciembre de 1640 es la consecuencia final de este proceso, cuyo preludio ha sido el asalto de sus partidarios al palacio de la virreina a primeros de dicho mes, la muerte alevosa y cruel del secretario Vasconcelos y la caída del castillo de San Jorge y de las torres de Belém, San Giao y Cascais, en medio de alborotos populares incitados desde el púlpito por un clero fuertemente nacionalista, contrariado además por la estima que tienen en la Corte los conversos portugueses que desde 1627 acaparan las finanzas de la Corona.

Pero la animadversión de la Iglesia a la política de Olivares, con ser su poder y autoridad grandes, no hubiera tenido eco en los otros estamentos si éstos, a su vez, no se hubieran sentido perjudicados, porque al aumento de la presión fiscal de los años treinta a golpe de decretos, sin el consentimiento del reino, que se desea tenga una representación restringida, hay que añadir el descontento de los letrados, y aun de los ministros de los Consejos, por el recurso del Conde-Duque a gobernar por medio de Juntas -el propio Consejo de Portugal perderá parte de sus funciones desde 1638-, y el convencimiento, cada vez más arraigado entre la nobleza y los mercaderes, de que la unión no sólo no ha supuesto el florecimiento económico que se prometía, mas ni tan siquiera ha sido capaz de garantizar la defensa de las posesiones lusitanas en Ultramar.

El aldabonazo del motín de Evora hubiese tenido que alertar a Olivares del peligro que corría la Corona en Portugal, pero la guerra con Francia acaparaba toda su atención y las medidas adoptadas dejaron sin resolver los problemas existentes en el reino.

La coincidencia de la secesión de Portugal y la revuelta de los catalanes plantea una grave disyuntiva a Felipe IV. Situado entre dos frentes, la decisión final recae en el sometimiento de Cataluña, y el avance, sin apenas resistencia, de los tercios del marqués de Los Vélez parece confirmar el acierto del monarca. Sin embargo, el saqueo de Cambrils en diciembre de 1640 y la rendición de Tarragona alarman al patriciado barcelonés, temeroso de las represalias, por lo que la Junta de Brazos resuelve aceptar la soberanía de Luis XIII. La derrota del marqués de Los Vélez el 26 de enero de 1641 en la batalla de Montjuic será el golpe de gracia que ponga fin a las esperanzas del monarca en solucionar el conflicto de forma rápida, sobre todo porque la campaña de 1642 resultó un auténtico desastre, pues se perdió el Rosellón y Lérida. Tales fracasos, junto con la deflación de la moneda decretada a finales de 1642 para reducir el premio de la plata, que se situaba ya en un 200 por ciento, serán también la gota que colme el vaso de la impopularidad del Conde-Duque, cuyos enemigos, entre los que se encontraban algunos de sus familiares y colaboradores más íntimos, como los condes de Castrillo y Monterrey, consiguen su destitución el 17 de enero de 1643.

Afortunadamente para la Corona, Castilla, Aragón, Valencia y Navarra permanecen leales, aunque no por ello abandonen sus reivindicaciones, porque las ciudades castellanas prosiguen en su pretensión de imponer al monarca el voto decisivo, como lo intentan en las Cortes de 1646-1647, mientras que en Aragón se producen alborotos en 1643 contra el alojamiento del ejército y en la ciudad de Valencia se desencadenan tumultos entre facciones oligárquicas, hasta el punto de que el virrey, en 1646, tiene que anular el sistema de insaculación concedido en 1633.

Pero con ser esto cierto no lo es menos que el miedo de la nobleza y de las oligarquías urbanas al desorden y la guerra, así como la habilidad negociadora de los nuevos ministros, permiten a Felipe IV obtener un mayor control sobre los reinos, de tal modo que las Cortes de Castilla aprueban los servicios solicitados, si bien con recortes, e incluso aceptan que la Comisión de Millones se incorpore al Consejo de Hacienda, proceso que se observa asimismo en las Cortes aragonesas de 1646, ya que sus representantes se obligan a contribuir con dos mil soldados, y sobre todo en Valencia, donde las Cortes de 1645, además de conceder un servicio de mil doscientos soldados por un sexenio, se avienen a separar los temas de contrafuero de la aprobación de levas y servicios pecuniarios, que serán tratados en juntas independientes.

Por estas fechas la atención de Madrid se centra en los movimientos populares que, al grito de "¡Viva el rey de España, muera el mal gobierno!", amenazan con incendiar Nápoles y Sicilia. Motivos no faltaban para que los desposeídos de las ciudades y del campo se alzaran en rebeldía, ya que entre 1620 y 1640 se habían incrementado de forma considerable la exacción impositiva y la leva de soldados sin que la nobleza y las oligarquías locales pusieran coto a esta situación, denunciada en ocasiones por los virreyes -es el caso del duque de Medina de las Torres-, dados los beneficios que obtenían de la Corona. Era preciso, pues, suspender los nuevos tributos y calmar los ánimos, máxime cuando el 1 de octubre de 1647 se decreta una nueva suspensión de pagos y Mazarino trata de introducirse en la región acabando con el poder de España. En Sicilia, la enemistad existente entre Palermo, foco de la revuelta, y Mesina, junto a las concesiones del virrey (perdón general a los insurrectos y suspensión de las gabelas sobre los productos alimenticios), apoyado en todo instante por la nobleza, impidieron que el movimiento se radicalizara, recuperándose la estabilidad política en la isla.

En Nápoles, por el contrario, el movimiento adquirió un cariz separatista tras el asesinato del cabecilla de la revuelta, Massaniello, por sus correligionarios después de que hubiera firmado con el virrey una concordia para restablecer el orden en la ciudad. Ante este giro, Felipe IV ordena a Juan José de Austria, que tenía la misión de recuperar los presidios de Puerto Longo y Piombino ocupados por Francia, aquietar Nápoles, tarea que se vio favorecida con el cese del virrey, el duque de Arcos, en quien recaían las iras del pueblo, y con la actitud negociadora de Juan José de Austria, que recibió amplios poderes del monarca para tratar el modo de acabar con la revuelta, finalmente sofocada en abril de 1648 con el concurso de la nobleza, que no estaba dispuesta a ser gobernada por Francia, y tras conceder un indulto general y la suspensión de impuestos sobre los artículos de mayor consumo (grano, pescado, aceite, carne y otros). En adelante, la Corona perderá una fuente de ingresos importante, es cierto, pero a cambio asegurará su dominio en Italia, haciendo fracasar los planes de Francia para arrebatarle su hegemonía en el Mediterráneo occidental.